Segundón de una familia de la aristocracia castellana, Garcilaso estaba excluido de la herencia y debía elegir una profesión que fundamentalmente pasaba por la religión o las armas. Escogió las armas y se puso al servicio del emperador Carlos V, de quien fue contino, o sea, miembro de su guardia personal. Tuvo una esmerada educación cortesana y no sería exagerado ver en él un modelo de las virtudes que Baltasar Castiglione describiera en El cortesano, traducido al español por su amigo Juan Boscán, junto al que comenzó a experimentar con las formas métricas italianas en castellano. Sabía música, idiomas (latín, griego, francés, italiano), esgrima y poseía una sólida cultura humanista. Amó a varias mujeres que seguramente inspiraron sus versos: Guiomar Carrillo, Elena de Zúñiga y, quizá más platónicamente, Beatriz de Sá e Isabel Freyre. En 1532, un malentendido lo apartó del emperador y terminó desterrado en Nápoles al servicio del virrey don Pedro de Toledo. El destierro probó ser fructífero: allí Garcilaso se integró rápidamente a los círculos literarios y humanistas de la ciudad, donde tenía su sede la famosa Academia Pontaniana, y escribió algunas de sus obras de más refinado clasicismo. En 1536 acompañó al emperador en su nueva campaña contra el rey de Francia y, en una pequeña operación militar, al intentar tomar una fortaleza, fue herido de muerte. Atrás dejaba un puñado de sonetos, canciones, elegías y églogas que cambiaron para siempre la literatura en lengua española. Desde entonces, es el príncipe indiscutible de nuestra poesía, el clásico por antonomasia.